Esta mañana
cuando abrí los ojos… ya no estabas. Ya no estabas cogiéndome de la mano para
no dejarme ir. No estabas tocándome el pelo, dejándomelo alocado. No estaba tu
olor en la almohada. Ni el sonido de tu respiración fuerte. Ni los besos de
cada mañana. Ni esos “deja que siga sonando” refiriéndote a nuestro
despertador. Ya no estaba tu ropa tirada en el suelo junto a la mía. Ya las
sábanas no cubrían dos cuerpos enamorados. Ya solo uno.
Ya me asomo a
nuestro espejo. Ese mismo en el que te gustaba nuestra imagen. Ya solo estoy
yo. ¿Dónde estás?
Ya no están
tus notas de cada mañana “he salido no tardo” esas notas en las que mentías, porque siempre tardabas. Te distraías
con el periódico, te apetecía comprar el desayuno, te gustaba hacerme esperar. O
tan solo me despertaba temprano y ansiaba verte.
Pasan las
horas, los días, semanas que se hacen meses. Llega el año. Y sigues sin estar.
Sigo yendo a
esos lugares, esos en los que nos soltábamos “Te quiero” cada dos por tres. Esos
lugares en los que nadie, absolutamente nadie nos veía.
Se perdió
todo. Nuestros planes de futuro. Los hijos que queríamos tener, sus nombres,
donde queríamos vivir, como me despertarías cada mañana. No teníamos ni la
cuarta parte de nuestro futuro planeado y ya éramos felices. Felices con tan
solo pensar en un “siempre” entre nosotros.
Absolutamente
todo se perdió desde aquél día… desde aquél accidente. Todo cambió.
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